30.11.09

Los peces en el río

Como cada año, la Navidad amenaza con arrasarlo todo. Un sentimiento de claustrofobia me grangrena los tobillos, sube por mis piernas hasta mi estómago. Me enfado sin razón aparente. Culpo al escuadrón de papá noeles que cuelga de las ventanas de sus malas intenciones. Esperan a la noche-buena, el alcohol, las discusiones, para tomar los edificios. Y me apetece ponerlos en nómina, perpetrar el robo del siglo. Sobredosis de verdes y rojos, alumbrado absurdo; cada año el mismo reportaje, los mismos comentarios sobre el absurdo alumbrado. Lo malo de las tradiciones es que, como los peores regalos, no permiten cambios. Ha de ser Navidad y no otra cosa. Pero no se puede. Uno no puede, sencillamente, ponerse un gorrito rojo y blanco e ignorar que la vida que conocía se fundió con el hormigón aquel 30 de diciembre en la confluencia de las calles Diputación y Pau Claris, hace ya cinco años. No se puede mezclar pesadillas con pesebres más allá de una frase hecha no sin cierta gracia. Porque la Navidad está mal parida desde sus comienzos. Seguramente los pastores tuvieron que levantarse, apargar el fuego, improvisar un regalo y salir de visita de mala gana. Lo peor de la Navidad no es la Navidad en sí misma sino todo lo que niega, todo lo que ignora, todo lo que dura y todo lo que cuesta física y emocionalmente. Supongo que por eso esta gangrena, esta sensación de angustia a la altura del pecho, esta sensación de claustrofobia al fin y al cabo. Pero mira como beben los peces en el río. Qué alegría.

Beben y beben y vuelven a beber y cada año, me cuesta menos imaginar por qué.