14.6.20

El futuro no nos espera

Hemos permanecido en silencio como si eso nos hiciera mejores, como un niño que finge ser bueno pero solo busca que se recompense su obediencia. Hemos vuelto a los calcetines blancos de la infancia, al chándal, a la peste doméstica, a lo que de verdad somos cuando  nadie nos mira. Tuvimos miedo y nos comportamos como cobardes interpretando una valentía psicotrópica y absurda. Fuimos los que esperan fuera de la sala del tanatorio. Los que están donde no quieren estar porque eso les ayuda a pensarse mejores. Hicimos chistes, nos sobreactuamos, decidimos beber pero no follamos buscando una catarsis porque follar era contagioso. Olvidamos que follar siempre implica un contagio. Lloramos como niños por caprichos de niños. Por habernos requisado todos los placebos, porque tocaba ser felices a pelo y eso es casi imposible. La risa que nace de la felicidad es psicopatía y termina en la cárcel o en un frenopático. El humor de pata negra nace de la miseria, de la desesperación, de lo más oscuro, de un viaje al centro de la tierra del que se regresa con las manos vacías. Y más necios. El futuro no nos espera. No le importa quienes somos. No le importa lo que merezcamos. El futuro es un precipicio inevitable por el que solo podemos despeñarnos.

6.6.20

Simpatizo con los ácaros

Simpatizo con los ácaros
colocados de lejía entre los hilos de lana
de la alfombra del salón;
aspiro las burbujas de aire de mis peces
confiando en su amnesia circular,
en un resentimiento que no aguanta los 360º.
El mío orbita por galaxias sin descanso.
Aquí todo caduca con la suma de los días.
Me desespero entre estas cuatro paredes
porque no he conseguido tener más.
Una gran ventana, eso sí,
luz tengo. Tan mal no lo he hecho.
Una habitación con vistas. Sólo una.
Una habitación que no me es propia,
que ocasionalmente vuelvo impropia,
imprudente y algo obscena.
En estas circunstancias,
cualquier microorganismo es bienvenido.


25.11.15

De vuelta

Y por qué no. A fin de cuentas nadie escucha. Vuelvo aquí como el que sube a lo alto de la montaña dispuesto a gritar sin que nadie le oiga. Silencio, por todas partes silencio. Me sobra la montaña, me basta con salir a la calle, quedar para comer con algún amigo de baja intensidad, de esos que hablan y hablan, de los que no preguntan qué tienes tú que contar, qué necesitas, si estás bien. Un encuentro superficial con un maniquí parlante. Es algo obsceno o triste, según se mire. Como no rehuir el contacto ocasional con otro cuerpo en el transporte público, nada genital, apenas un brazo, una rodilla que coincide con otra al enfilar la salida, la mano que se apoya en la espalda ajena en un pasillo, ese gesto que sólo busca conservar el equilibrio.
Paseamos nuestra soledad por la calle, en los restaurantes, en cada tienda. Sentamos a nuestra soledad a la mesa, le servimos comida y algo de beber. Fantasmas que traspasan otros fantasmas sin dejar ni tan siquiera un rastro similar al del humo de un cigarro.
Soy una voz en un teléfono, unas palabras en un mensaje de texto, en un correo, poco más puede probar que existo todavía. Ojalá pudiéramos quitarnos el cuerpo al volver a lo que sea que llamamos casa, habitar el vacío clandestinamente y sin dejar rastro. Pero no es posible. Por eso estoy de vuelta.

11.5.15

Nadie recuerda tu nombre



Imagina. El mundo se acaba y nadie recuerda tu nombre. Un comunicado anuncia que esto se termina, que no hay más. Sin solución. Y nadie recuerda tu nombre. Estas cantando en el centro de un escenario magnífico cuando todos se marchan a sus casas, cuando comienzan a llamarse sus unos a sus otros. Pero tu teléfono no suena porque nadie recuerda tu nombre. Nadie que te vea, porque aunque existes de una manera que ningún ojo ignora, es capaz sin embargo de recordar tu nombre. Nadie que te toque sabe a quién toca, qué toca. Estás muerta pero consigues que la muerte te siente tan bien, que hasta tú misma te olvidas de que has firmado todos los papeles, que acudiste a todas las administraciones y conseguiste sellos para todos los certificados. Y así firmarte tu condena de muerte. Tu nombre era el de otros que, sin poder evitarlo, se quedaron con todo. Tu existencia se volvió entonces un resto de serie porque nunca fue más que algo que se coloca en el centro de la mesa cuando hay visitas. El mundo se acaba y quisieras morirte como todos. Pero para morir hay que presentar al menos un testigo que certifique que tu nombre es tu nombre. Así que ni morirte puedes.
Mientras ella, la única que conoce tu nombre, permanece inmóvil, no escucha, no atiende a los teléfonos, no llama, no puede evitar olvidarse de que alguna vez supo tu nombre. No puede soportar que si confirma tu existencia permitirá que tú también mueras. No entiende que han dicho que el mundo se acaba, que quieres ser uno más, morir con todos. No. Te castiga a existir porque ella se niega a recordar tu nombre. No quiere ni tan solo que le preguntes. No quiere oír hablar del tema. Si no existes no mueres. Y no hay nada más que hablar y no quiere sufrir más. Le grito que se acaba el tiempo pero ignora mis palabras. Y yo sé que no estoy muda porque he aprendido a cantar canciones que a los demás les llenan el corazón, canciones que ella nunca ha escuchado porque recuerda su voz cuando llenaba los teatros y no cede el testigo. Si no digo tu nombre, si ignoro tus canciones te salvo la vida. Eso piensa. Pero no se da cuenta de que aquí no hay sitio para nadie. Esto se acaba. Y ni morir me deja. Porque a mí, según parece, solo me está permitido echar de menos, cantar canciones, hacer listas, inventarios, recordar, imaginar pero morir con todos, eso no, no se me deja. Porque nadie recuerda mi nombre.

8.7.14

Aún existe


"Te hecho de menos esencialmente cuando vivo centrada en mí misma, y a decir verdad, en la soledad. Y no ha sido contigo que en el centro de esa soledad querida y necesaria, había un centro que esperaba la llegada de alguien." 

copyright: derechos reservados

26.6.14

Cuando mi infancia quedó atrás...


                                                                     copy: Olga Onischenko

"Cuando mi infancia quedó atrás y los días ya no parecían eternos, sino que se habían reducido a doce horas, o menos, empecé a pensar seriamente en la muerte. La procesión funeraria de mi abuela, en la cual participaron la mitad de las mujeres del Drépano, lamentándose como chorlitos, fue la que me hizo cobrar conciencia de mi propia mortalidad. Pronto me casaría, tendría hijos, me volvería corpulenta, vieja y fea -o delgada, vieja y fea-, y poco después moriría. ¿Y qué dejaría tras de mí? Nada. ¿Qué me esperaba? Peor que nada: una eterna penumbra, donde los espíritus de mis antepasados vagan por una llanura sin relieves, parloteando como murciélagos; mis antepasados, peritos en todas las tradiciones del pasado y el futuro, pero impedidos de beneficiarse con ellas; dotados aún de pasiones humanas como los celos, la lujuria, el odio y la codicia, pero impotentes para consumarlas. ¿Qué duración tiene un día, cuando una está muerta?"

Robert Graves, La hija de Homero.